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CÁRCEL CONCORDATARIA DE ZAMORA

12/02/2023

Sacerdotes, narcotraficantes, quinquis y terroristas de todo espectro político. Todos ellos pasaron por la Prisión Provincial de Zamora hasta que fue abandonada hace veinticinco años. Entre sus muros se sucedieron fugas, motines, tratos de favor, huelgas de hambre y todo tipo de reyertas por parte de multitud de personajes que sirven para ayudar a comprender cuatro décadas de la historia de nuestro país.

Los años sesenta se caracterizaron por una importante modernización del régimen franquista en casi todos los ámbitos, también en las cárceles. Hablamos de implementación de innovaciones tecnológicas y construcción de nuevos penales, o creación de nuevos organismos como el Instituto de Criminología o la Central de Observación Penitenciaria. Evidentemente, la represión de la dictadura seguía siendo ajena a los Derechos Humanos. Uno de los centros penitenciarios que se inauguraron en esa década fue la Prisión Provincial de Zamora.

Este nuevo centro fue construido a las afueras de la ciudad, en la carretera de Almaraz. Hasta ese momento, los presidios de la localidad siempre habían estado ubicados en el centro de la urbe. El más antiguo del que se tiene constancia documental es la torre de la catedral a finales del s. XV y posteriormente el Palacio Episcopal como cárcel del Obispado. Asimismo, el castillo colindante se utilizó como cárcel militar durante los siglos XVIII y XIX. Cerca de la plaza mayor, en la calle Corral Pintado, estuvo la primera de origen civil, la Cárcel del Partido. La segunda fue inaugurada en 1793 en el lugar que hoy ocupa la Subdelegación del Gobierno. Hasta que fuera derribada a mediados del pasado siglo, cumplió la función de “cárcel de la Guerra Civil”. La usaron los golpistas, junto a la de Toro, para recluir allí a los republicanos de Zamora. Allí fue encerrada por ejemplo la pianista Amparo Baranyón, esposa del escritor Ramón J. Sender, antes de ser fusilada en la tapia del cementerio. Tras el cierre de esa prisión, se dispuso otra provisional en el Palacio de la Encarnación que estuvo abierta apenas tres años. Es entonces cuando el gobierno franquista decidió que la ciudad necesitaba una nueva cárcel a la que se llamó Prisión Provincial de Zamora.

El 14 de octubre de 1965 diecisiete reclusos estrenaron la instalación. Tres años después, el 22 de julio de 1968, obtuvo renombre internacional cuando se la denominó Cárcel Concordataria y se convirtió en la primera destinada a recluir a sacerdotes: los llamados “curas rojos” por su oposición a la dictadura de Francisco Franco. En los primeros meses ingresaron 14 sacerdotes vascos, pero llegaron a sumar 53 en tres años y en total acabaron siendo un centenar. La mayoría procedían del País Vasco pero también llegaron de Madrid, Barcelona, Galicia o Asturias. Algunos de ellos: Mariano Gamo, de Nuestra Señora de Moratalaz, Francisco Botey y Lluís Maria Xirinacs, de diócesis catalanas o Vicente Couce, de la parroquia de Santa Marina del Ferrol. Quizá el más conocido fue el sacerdote Xabier Amuriza, posteriormente bertsolari y promotor del euskera.

Lógicamente, la represión de los sacerdotes que no estaban a favor del bando sublevado comenzó tres décadas atrás. Tras el triunfo del franquismo, solo en el País Vasco 16 fueron condenados a muerte, 278 encarcelados y 1.300 trasladados a diócesis lejanas. En todos los casos su delito consistía en “apoyar doctrinas nacionalistas y oponerse a la sagrada unidad de España”. Más tarde, a finales de los años sesenta, la mayoría de ellos fueron encarcelados por el impago de multas impuestas por dar la misa en euskera, participar en protestas obreras o celebrar el Aberri Eguna. Por ejemplo, el primero en llegar a la Concordataria fue Alberto Gabikagogeaskoa, juzgado por propaganda ilegal al haber pronunciado una “homilía subversiva” en la parroquia de Ibárruri. Por otro lado, dos de ellos fueron condenados en el Proceso de Burgos de 1970 por colaboración con ETA.

Todos estos sacerdotes fueron sometidos a juicios sumarísimos y varios de ellos incluso sufrieron torturas en las comisarías. Una vez condenados a penas que oscilaban entre unos meses y más de dos décadas, llegaron a la cárcel de Zamora para ser hacinados en uno de los pabellones separados del resto de presos políticos. Se trataba de un gran dormitorio corrido sin tan siquiera la intimidad de una celda. Las condiciones eran pésimas: mucho frío, utilización injustificada de celdas de castigo o falta de espacio para hacer deporte. La alimentación no era mala, pero en el comedor los reclusos eran sometidos a un agobiante sistema de control: un funcionario paseaba entre las mesas para escuchar las conversaciones. Asimismo, la vigilancia era constante, ya fuera en la sala de estudio, el patio, los retretes o las duchas, que carecían de puertas.

Los “curas rojos” combatieron desde el principio para exigir el traslado a cárceles con presos políticos civiles. Alguno incluso llegó a secularizarse con ese propósito. Nada surtía efecto así que optaron por una solución más radical: fugarse. En 1971 decidieron excavar un túnel en el lavadero porque era un cuarto cerrado con llave y lleno de serrín. Según declaró el sacerdote Josu Naberan, hicieron una copia de la llave con cera y un peine. Con un mayor acceso al lavadero, diez curas construyeron por turnos un túnel de 15 metros de longitud sirviéndose únicamente de cucharas. Un grupo picaba y otro grupo recogía la tierra sobrante en cajas de leche. La tiraban poco a poco por las duchas con cuidado de no atascar los desagües. Recordemos que las duchas no tenían puertas, así que el riesgo de ser descubiertos era constante. El tercer grupo se encargaba de distraer a los funcionarios. Por ejemplo, dándoles charlas de control de natalidad u organizando campeonatos de ping pong en los que siempre se dejaban ganar para que a los guardas les apeteciera jugar. Los únicos días que no trabajaban en el túnel eran aquellos en los que vigilaba un guarda llamado Balzegas. Según Gabikagogeaskoa, era condenadamente listo.

Seis meses después de empezar su obra y tan solo tres días antes de la huida, fueron descubiertos. En un principio, los funcionarios pensaban que tenían una radio escondida, algo que estaba terminantemente prohibido (aunque había un funcionario que les avisaba de los registros para que las escondieran en el patio). Cuando los guardas encontraron el túnel desde el que ya se veía el otro lado, se quedaron anonadados. El siguiente destino de los implicados fue el inevitable módulo de las celdas de castigo.

Descartado otro intento de fuga, decidieron planear otras acciones para llamar la atención con respecto a su situación, sobre todo en el exterior de España. En estos casos lo más recurrente era hacer huelga de hambre y eso fue lo que hicieron. Gracias a ella, varios fueron trasladados a la cárcel de Carabanchel, pero una semana después la decisión fue revocada en el Consejo de Ministros con Carrero Blanco al frente. De nuevo en Zamora, tomaron la determinación de cambiar de estrategia: el 6 de noviembre de 1973 organizaron un furioso motín. En solo diez minutos, seis presos destrozaron todo lo que tenían a su alcance, desde cristales a muebles, e incendiaron sus colchones. También lanzaron el televisor al patio exterior y prendieron fuego al altar de la capilla. Seis sacerdotes quemando un altar con furia bíblica. Tuvo que ser algo digno de ver.

A pesar de que la prensa del régimen afirmó que habían atacado con maderos a los funcionarios, cuando fueron detenidos no se resistieron y aceptaron las consecuencias con resignación: una condena de 75 a 120 días en celdas de castigo. Lejos de amilanarse iniciaron otra huelga de hambre y emitieron un comunicado que decía lo siguiente: “Los sacerdotes encarcelados en la prisión concordataria de Zamora, viendo que son inútiles todos los medios legales y las gestiones hechas oralmente y por escrito, nos hemos visto obligados a quemar y destrozar por nuestra cuenta esta vergonzosa cárcel, puesta por la Iglesia y por el Estado en favor de sus intereses y en contra de nuestras convicciones más profundas”. Obtuvo cierta repercusión en el exterior pero, de nuevo, ninguna de sus peticiones fue atendida.

Un año después del motín, murió Franco. Lógicamente, la noticia fue acogida con gran entusiasmo en la prisión. Nada más enterarse, los quince sacerdotes que seguían encerrados en ella comenzaron a hacer las maletas con las cuatro posesiones que tenían en propiedad, pero aún tuvieron que esperar varios meses antes de recuperar la libertad en marzo de 1976. El último preso en salir fue Julen Kaltzada, hijo de un concejal del PNV asesinado durante la guerra civil. Tanto él como otro sacerdote llamado Jon Etxave fueron trasladados a conventos bajo vigilancia de la guardia civil. Con su salida se cerraron para siempre las puertas de la Cárcel Concordatoria. Desengañados con la Iglesia que les había dado la espalda durante todos esos años de cautiverio, la mayoría de religiosos abandonaron el sacerdocio. Poco después, con la llegada de la democracia, desapareció el privilegio del fuero, que impedía procesar a miembros del clero sin el consentimiento episcopal. A día de hoy, todos estos presos políticos siguen esperando justicia y reparación.

La Concordatoria fue clausurada, pero la cárcel siguió a pleno rendimiento albergando mayoritariamente presos comunes hasta que un mes después comenzaron a llegar terroristas de numerosos grupos armados. En abril de 1976 fueron encerrados en Zamora los miembros de ETA que quedaban presos tras la famosa fuga de la cárcel de Segovia. El primer intento tuvo lugar un año atrás, pero fueron descubiertos gracias a la ayuda del infiltrado Mikel Lejarza (alias El Lobo). En esta ocasión sí que tuvieron éxito tras cavar un túnel durante seis meses que les dio acceso al colector de aguas fecales. Se escaparon 29 presos, de los cuales 24 eran militantes de ETA y cinco eran catalanes miembros del FRAP, FAC, MIL y PCE. Sin embargo, solo cuatro lograron huir a Francia. 24 fueron arrestados casi de inmediato y uno de ellos, Oriol Solé Sugranves, murió en un tiroteo con la Guardia Civil en Burguete, Navarra. Los detenidos permanecieron en la Cárcel de Zamora hasta junio de 1977. Para profundizar más en la fuga de Segovia se puede visualizar la película de Imanol Uribe de 1981 titulada con ese mismo nombre.

En julio de ese año también llegó una parte de los presos que acababan de protagonizar un motín en la madrileña Cárcel de Carabanchel. Formaban parte de la Coordinadora de Presos Españoles en Lucha (COPEL), un movimiento que reclamaba amnistía, reforma del código penal y supresión de la ley de peligrosidad social, así como de la ley de bandidaje y terrorismo o la depuración de los funcionarios de prisiones franquistas. Su acción más sonada fue precisamente ese motín que duró cuatro días y en el que unos ochocientos presos organizados tomaron los tejados de la prisión madrileña para hacer visible su lucha y reivindicaciones. Varios de ellos se autolesionaron cortándose las venas, pero ninguno falleció en la protesta. Sin embargo, uno de ellos (un anarquista de 25 años llamado Agustín Rueda) murió un año después como consecuencias de las torturas infringidas por funcionarios de la prisión de Carabanchel para sacarle información sobre un intento de fuga. El director del centro fue cesado y procesado por este hecho. Volviendo a 1977, todos los acusados de haber fomentado el motín fueron dispersados por numerosas prisiones como las de Burgos, Córdoba, Ocaña o Zamora.

Al final de ese verano, además de otro contingente de presos de la cárcel de Málaga, que se amotinó siguiendo el ejemplo de la COPEL, llegó un grupo de presos menores (la edad penal en este momento comenzaba a los 16 años) que a día de hoy son un símbolo del fenómeno quinqui de la Transición: El Vaquilla (Juan José Moreno Cuenca), El Torete (Ángel Fernández Franco), El Guille (Guillermo Segura) o El Jaro (José Joaquín Sánchez Frutos). En esta época aún eran unos adolescentes dando sus primeros pasos en la espiral de droga y violencia. Poco después sus correrías fueron reflejadas en las películas que llevan sus nombres y otras como ‘Perros Callejeros’, ‘Navajeros’ o ‘El Pico’. Todos murieron jóvenes, aunque El Jaro fue el primero en hacerlo. Llegó a la Cárcel de Zamora tras ser herido en un enfrentamiento armado con la Guardia Civil. Al ser liberado volvió a activar su banda y un año después murió de un disparo durante un atraco en Madrid.

En diciembre de 1978 llegó el mayor grupo que habitaría la prisión zamorana desde los sacerdotes represaliados: los miembros de los GRAPO. En ese momento, la organización terrorista Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre nacida en Vigo llevaba tres años operando y esta fue la época de mayor actividad de la banda. Durante el cuarto de siglo que existió estuvo integrada por un máximo de 200 miembros y cometieron aproximadamente ochenta asesinatos. La mayoría de los ejecutores de los atentados de esa primera época acabaron en la Cárcel de Zamora, llegando a alojar a 83 de ellos en 1979, lo que supuso la etapa más conflictiva de la historia de la cárcel.

Solo había 29 celdas destinadas a los grapos, de modo que acabaron mezclados con los comunes que habían protagonizado motines en otras cárceles, lo que contribuyó a la radicalización de estos. La politización era absoluta y el ambiente muy hostil. Inmersos en lo que creían que era una guerra implacable, los terroristas fomentaban una presión psicológica constante contra los funcionarios. Hay que tener en cuenta que éstos eran civiles, a diferencia de otros países como Italia o Alemania donde a las bandas armadas las trataban las fuerzas armadas, de modo que estaban literalmente aterrorizados. Además, los familiares de los grapos no se quedaban atrás y las trifulcas tanto fuera como en el régimen de visitas eran muy habituales. Todo ello, además de la financiación de la organización, hacía posible una serie de privilegios de los que carecían el resto de presos, como la instalación de placas de calefacción en sus celdas, mayor presupuesto asignado en el comedor, flexibilidad horaria o televisión particular para sus dependencias. La tensión incluso se trasladó hasta la ciudad de Zamora, que de algún modo siempre había vivido de espaldas a la cárcel. En su interior, se sucedían huelgas de hambre salvajes y todo tipo de conflictos cuyo colofón fue la exitosa fuga de diciembre de 1979.

Los cinco dirigentes de los GRAPO, Enrique Cerdán Calixto, Abelardo Collazo Araujo, Fernando Hierro Chomón, Francisco Brotons Beneyto y Juan Martín Luna comenzaron a excavar un túnel poco después de llegar a la cárcel. Lo hicieron justo debajo de la escalera de la terraza junto a los lavaderos, el lugar en el que precisamente habían hecho el túnel los sacerdotes ocho años antes. Aquel estaba lógicamente sellado desde entonces, pero en el lugar que escogieron los grapos había una cámara de aire de dos metros de la que no tenían conocimiento ni dirección, ni inspección, ni funcionariado. Resultó el escondite perfecto para depositar la tierra extraída en la excavación.

Ese descubrimiento, junto a las condiciones de la prisión (iluminación nocturna insuficiente, puertas de cerrojo de fácil apertura y muros construidos a base de piedras, arena y cal), además de todas las concesiones que consiguieron, como que ellos decidían como hacer sus propios recuentos o la facilitación de todo tipo de herramientas para trabajos manuales (sierras, taladros, martillos e incluso un saco de cemento para fabricar unas hipotéticas pesas gimnásticas), hicieron posible la huida que no habían logrado un año antes en la cárcel de Soria, donde llegaron a excavar cincuenta metros antes de que un chivatazo echara por tierra sus planes. En esta ocasión tuvieron más suerte y pericia. En la tarde-noche del 17 de diciembre atravesaron un túnel de ocho metros y corrieron a través del campo zamorano. Los funcionarios se percataron de que faltaban cinco durante el último recuento pero reaccionaron tarde. Cuando empezaron a rastrear los alrededores ya habían pasado al menos dos horas.

La fuga sucedió el mismo día que se cumplían dos meses desde la toma de posesión del nuevo director, Enrique Galavís Reyes. Al día siguiente se enteró por las noticias de que el ministro de Justicia le había cesado por negligencia. Doce años después, una bomba explotó en su chalé de Villanueva del Pardillo, aunque resultó ileso. En cuanto a los fugados, su destino fue menos alentador: meses después, Abelardo Collazo Araujo fue tiroteado por la policía en Madrid y Francisco Brotons Beneyto detenido en Valencia. Mientras tanto, Enrique Cerdán Calixto siguió cometiendo atentados en Barcelona en los cuales fueron asesinados un general, un escolta y dos guardias civiles. Un año después fue abatido por la policía cuando trataba de huir por los tejados del barrio de Vallcarca. También en Barcelona, Juan Martín Luna fue asesinado en 1982 por tres policías que acabaron siendo condenados a prisión por homicidio. El último de los grapos fugados, Fernando Hierro Chomón, consiguió eludir a la justicia hasta el 2002, cuando fue detenido en París.

La fuga de Zamora fue la guinda de un año muy convulso en el que se sucedieron más de 600 atentados terroristas que costaron la vida a 247 personas. Esa fue la tónica general de la Transición, así como las fugas de prisiones de todo el país. Al respecto, Manuel Fraga, entonces líder de Alianza Popular, dijo que «Las cárceles españolas parecen un queso de Gruyere». Algunas consiguieron mitigar el impacto, pero no fue el caso de la de Zamora. Su prestigio quedó maltrecho así que se decidió dispersar a los grapos y varios fueron trasladados a los penales de Herrera de la Mancha y el Puerto de Santa María. Además, el nuevo director Pedro Romero Macías, procedente del Penal de Basauri, endureció las condiciones de los terroristas restantes alegando que «Comparados con los de ETA, estos parece que están en un hotel». Le sucedió en el cargo Gerardo Prieto en 1983, procedente de la emblemática cárcel Modelo de Barcelona. En ese momento ya solo quedaban 18 grapos, que permanecieron en Zamora hasta marzo del año siguiente. Fue entonces cuando llegaron terroristas de otro color: la ultraderecha.

Como hemos comentado, en esta época no había semana en la que los periódicos no llevaran en portada algún atentado mortal. Muchos de ellos no tenían clara su autoría y nunca ha llegado a esclarecerse, como el incendio intencionado del Hotel Corona de Aragón en Zaragoza en el que murieron 83 personas, o la matanza con bomba de la cafetería California 47 de Madrid en la que fueron asesinadas 9 personas. Este último fue atribuido a los GRAPO pero ellos siempre negaron su autoría, afirmando que fue perpetrado por terroristas de extrema derecha. Por ofrecer un contexto más amplio, durante la década de los setenta, tuvo lugar en Europa la Operación Gladio: una red clandestina secreta dirigida por la OTAN y la CIA que cometió o apoyó numerosos atentados terroristas. En muchas ocasiones, los ejecutores de esas operaciones fueron neofascistas y ultraderechistas. Dentro de este marco se encuentra uno de los atentados más sonados de la Transición: la Matanza de Atocha de 1977. En ella fueron asesinados cinco abogados laboralistas en su despacho de Madrid de la mano de un comando vinculado a Fuerza Nueva. No todos los implicados fueron detenidos, pero fue la primera vez que la extrema derecha fue sentada en el banquillo, juzgada y condenada.

Los únicos hallados culpables del atentado fueron José Fernández Cerrá y Carlos García Juliá como autores materiales (el tercer pistolero Fernando Lerdo de Tejada huyó antes del juicio gracias a un permiso y lleva fugado desde entonces), Gloria Herguedas (cómplice y novia de Cerrá), Francisco Albadalejo Corredera (uno de los autores intelectuales) y Leocadio Jiménez Caravaca (excombatiente de la División Azul), los dos últimos fallecidos en prisión en 1985. Todos los letrados de la acusación consideran que el crimen nunca fue aclarado. Años después declararon que nunca cayeron las cabezas pensantes porque no les dejaron hacer su trabajo pero, antes de que la investigación fuera paralizada, todo apuntaba hacia los servicios secretos.

Según los funcionarios de la Cárcel de Zamora, José Fernández Cerrá y Carlos García Juliá – condenados a 464 años- fueron abandonados por los suyos. No tenían recursos económicos y no recibían más visitas que las de sus familiares, a diferencia de lo que sucedía con los sacerdotes o los grapos. Sí que contaban en cambio con muchos compañeros afines: todos los ultraderechistas con delitos de sangre fueron reunidos aquí. Otro de ellos fue Carlo Cicuttini, un neofascista italiano próximo a la organización Gladio que, tal y como relata un informe oficial de su país, participó en la Matanza de Atocha, aunque no acabó en Zamora por ese motivo. En España presuntamente contribuyó a la guerra sucia contra ETA y tuvo lazos con los grupos parapoliciales Guerrilleros de Cristo Rey y los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), responsables de numerosos asesinatos.

Durante aquellos años, los medios de comunicación contrarios al régimen franquista eran objeto de ataques y amenazas de forma habitual. Uno de ellos, la revista satírica El Papus de Barcelona, recibió un paquete bomba en 1977. Le costó la vida al conserje Juan Peñalver, que, al amortiguar la deflagración con su cuerpo, evitó una tragedia mayor. La organización responsable fue la Triple A (Alianza Apostólica Anticomunista) de la mano de la Juventud Española en Pie fundada por dos antiguos miembros de la Guardia de Franco: Miguel Gómez Benet y José Bosch Tàpies. Éste último fue el líder de un numeroso comando que llevó a cabo la operación. Durante el juicio declaró que el atentado fue tramado por el Centro Superior de Información de la Defensa (CESID). Fue condenado a una pena de 13 años en Zamora, pero al cabo de 3 obtuvo la libertad condicional. Tras la explosión, la revista El Papus comenzó su declive y nunca fue indemnizada.

Desde finales de los setenta y durante la década de los ochenta, pulularon por España numerosos grupos de jóvenes neonazis y profascistas que llevaban a cabo acciones de hostigamiento contra opositores políticos, drogadictos y homosexuales. Una de ellas ocurrió en el Parque de El Retiro en 1979. Un grupo de diez adolescentes, todos ellos hijos de militares de alto rango, formaban parte de una banda autoproclamada ‘Los Bateadores’ y estaban vinculados a Fuerza Joven, rama juvenil de Fuerza Nueva. Un 12 de septiembre se toparon con un grupo a los que atacaron por “llevar melenas y barbas”. A uno de ellos, José Luis Alcazo (Josefo), le golpearon hasta la muerte. Eduardo Limiñana San Juan, fue responsable intelectual y autor confeso del golpe letal. Varios de ellos, los mayores de dieciséis años, fueron condenados a penas leves por homicidio y pasaron por estas celdas.

Otro de sus compañeros, perteneciente a los mismos círculos juveniles neofascistas, fue Ricardo Sáenz de Ynestrillas, responsable de varios asesinatos y fundador de las organizaciones Movimiento Social Español, Legión de San Miguel Arcángel y Alianza por la Unidad Nacional. Fue encerrado en Zamora tras su primera condena en 1983 por pertenencia a banda armada, agresión y desarme de dos policías nacionales en Madrid, entre otros delitos.

Los últimos presos ultraderechistas de los que hablaremos serán Emilio Hellín Moro e Ignacio Abad. También militantes de Fuerza Nueva, se asociaron al grupo terrorista parapolicial Batallón Vasco Español, para cometer el asesinato de una estudiante de 19 años llamada Yolanda González. Ocurrió en 1980. Escogieron ese objetivo por tratarse de una militante del Partido Socialista de los Trabajadores. Se presentaron en su casa del 101 de la calle Tembleque, en Aluche. Tras reducirla, buscaron pruebas que la vincularan con ETA pese a que Yolanda no tenía ninguna conexión con la banda terrorista. Después, la metieron en un coche y, minutos después, llegaron a un descampado, le descerrajaron tres tiros y dejaron allí su cuerpo. Tras ser detenidos, les condenaron por asesinato, pero no por pertenencia a banda armada.

Siete años después, Emilio Hellín se fugó aprovechando un inconcebible permiso. Lo había intentado en dos ocasiones, en Alcalá y Cartagena, y finalmente lo logró tras pasar por Portugal, Brasil y finalmente establecerse en Paraguay donde trabajó para el sangriento dictador Alfredo Stroessner. Ese mismo país fue el escogido por uno de los responsables de la Matanza de Atocha, Carlos García Juliá, para refugiarse en 1994 tras burlar la libertad condicional que le había sido concedida. García Juliá recorrió multitud de países con la ayuda de otros neofascistas huidos a América Latina y estuvo tres años encarcelado en Bolivia por tráfico de drogas. Finalmente suplantó la identidad de un hombre llamado Genaro Antonio Materán y vivió en el anonimato hasta que fue detenido a finales de 2018 en São Paulo, donde trabajaba como conductor de Uber. Fue extraditado a España en febrero de 2020, pero tan solo estuvo en prisión hasta noviembre porque se adelantó la liquidación de su condena.

Volviendo a Emilio Hellín, tras el golpe de estado de Andrés Rodríguez Pedotti y el derrocamiento del dictador Stroessner, el ultraderechista fue detenido en 1990 por las autoridades paraguayas y retornado a la Cárcel de Zamora. Tras ser trasladado a Jaén, quedó en libertad. Hellín solo cumplió 14 años de los 43 a los que fue condenado por la Audiencia Nacional. Años más tarde, fue contratado por el Ministerio del Interior para impartir cursos y talleres de formación informática en la Dirección General de la Guardia Civil. Solo entre 2006 y 2011 facturó 140.000 euros por sus servicios. En la actualidad presume de seguir siendo “asesor y colaborador de magistrados y fiscales”.

Queda claro que los terroristas de extrema derecha que pasaron por esta cárcel contaron con la connivencia de las autoridades gubernamentales y administrativas. Su mayor aliado fue el juez de vigilancia penitenciaria de Valladolid, José Donato Andrés Sanz. Él fue quien concedió el permiso de seis días a Emilio Hellín a pesar de sus reiterados intentos de fuga, lo que hizo posible su huida a Sudamérica. El juez fue sancionado con una año de suspensión, pero el Consejo General del Poder Judicial acabó revocando esa decisión. El mismo juez concedió un polémico permiso de Navidad a los asesinos de Atocha, Carlos García Juliá e Ignacio Abad, que finalmente fue suspendido por la Audiencia Nacional debido a un recurso presentado por la acusación particular. Asimismo, Donato otorgó salidas vacacionales de difícil justificación al asesino del Retiro, Miguel Cebrián Carbonell, o a los ultraderechistas Antonio Salmerón y Ricardo Sáenz de Ynestrillas. También concedió la libertad condicional a Juan José Bosch Tapies, autor del atentado a El Papus, pese a varios recursos en contra. A veces, el juez contaba con el asentimiento de la junta de régimen de la prisión de Zamora, pero otras era su decisión unilateral. Cuando era acusado de complicidad con los terroristas, él decía que se atenía al reglamento. En la actualidad tiene 91 años y pasa su jubilación tocando el chelo en Valladolid.

En esta época, los ultraderechistas compartieron la cárcel con presos comunes, de los cuales el más tristemente popular en Zamora es Manuel Martínez Quintas. En enero de 1983, dos jóvenes de 18 y 19 años, Aurora Barbero y José Manuel Tamame, tuvieron la mala suerte de cruzarse en el camino de ese delincuente del barrio de Pinilla cuando se encontraban observando aves en el islote de Las Pallas, situado en mitad del Duero a su paso por Zamora. Tras atacar a la pareja, ‘El Quintas’ les maniató y amordazó. A ella, la ahogó en el río. A él, le estranguló con una bufanda. Cinco días después de que unos piragüistas hallaran los cuerpos, el homicida fue detenido. Recibió una condena de 76 años de prisión por el doble asesinato, pero fue puesto en libertad tras trece años por buena conducta. Unos meses más tarde volvió al entorno zamorano del río Duero. Allí encontró a una mujer de 30 años que estaba tomando el sol. Le abordó con una pistola y una navaja y la violó varias veces durante tres horas. Veinte años después de aquel suceso ‘El Quintas’ vuelve a estar en libertad. Dicen que la presión social le ha hecho abandonar Galicia, donde cumplió su última pena, y fuentes policiales le sitúan hoy en Portugal. La vida de su última víctima quedó tan truncada que en 2019 fue la primera mujer violada en ser reconocida como incapacitada permanente debido a las secuelas. 

Llegamos al tramo final de la historia de esta cárcel, el último lustro que permaneció abierta la prisión de Zamora. Los mayores protagonistas son un narcotraficante y uno de los presos más conflictivos de la historia reciente de España. El primero es Laureano Oubiña, capo del narcotráfico gallego. Llegó al penal castellano el 21 de junio de 1990 en marco de la Operación Nécora, la mayor redada policial de la historia contra el tráfico de drogas en Galicia. Acabó aquí por orden del juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón pero los doce meses que pasó entre estos muros fueron de todo menos una penitencia. En un primer lugar, tanto él como los otros encausados, fueron encerrados en Alcalá-Meco. A pesar de la orden de incomunicación, los narcos tardaron pocos días en reunirse en la celda de uno de ellos. Entonces Garzón ordenó su dispersión y a Oubiña le tocó Zamora.

El capo no tardó en diseñar su estancia a su medida. Según los expedientes del Ministerio de Justicia de aquella época, para lograr un trato de favor se granjeó la colaboración de dos funcionarios: el jefe de los servicios médicos de la prisión y un auxiliar de enfermería. No solo tuvo acceso ilimitado a un teléfono fijo y a otro inalámbrico para hablar con su mujer Esther Lago y sus socios, sino que le facilitaron una nevera en la celda contigua a la enfermería en la que fue instalado, que estaba repleta de botellas de Albariño y carne fresca. Asimismo, en un registro se encontraron 56.000 pesetas a pesar de que el máximo autorizado era 6.000 a la semana. Entonces fue acusado de hacer sobornos con relojes de oro o plumas estilográficas. Tal era su influencia que consiguió hacerse amigo del director de la prisión, Andrés Márquez, hasta el punto de organizar varias mariscadas con él. Los tres funcionarios fueron expedientados, pero finalmente la causa fue archivada por falta de pruebas. Sea como sea, Laureano Oubiña no solo consiguió otorgar cierto lujo a su estancia en este frío penal, sino que pudo continuar con sus negocios de narcotráfico. Tras saltar el escándalo, el 19 de julio de 1991 fue trasladado de nuevo.

Año y medio después, el 17 de enero de 1993, tuvo lugar el peor motín de la historia de esta cárcel. El protagonista fue uno de los considerados como presos más peligrosos de España en aquella época: Santiago Cobos. Carne de presidio desde los diecisiete años, se ha pasado toda la vida encadenando una condena tras otra hasta sumar sesenta años de prisión, dieciséis de los cuales se los ha pasado en aislamiento. Comenzó robando, pero no tardaría en convertir sus intentos de fuga en el sentido de su existencia. La violencia era su razón de ser y aquel domingo de invierno volvió a demostrarlo junto a otros tres compinches del módulo 3 al que pertenecían. Tras atacar a un funcionario clavándole un punzón en la pierna, le quitaron las llaves y lo tomaron de rehén. Después subieron al tejado de la penitenciaría y, a cambio de liberar al funcionario, solicitaron un helicóptero para fugarse.

Siete horas después de que comenzara el motín, poco antes de la media noche, los GEO decidieron actuar. Una sucesión de detonaciones volaron las puertas y en unos tres minutos los cuatro amotinados fueron reducidos y el rehén liberado. Santiago Cobos declaró «a mí me rompieron el cúbito, la tibia, varias costillas, me hicieron varios esguinces, acabé con el cuerpo morado y 40 grapas en la cabeza». El suceso desembocó en una protesta de los sindicatos de prisiones, que sostenían que la cárcel de Zamora no estaba dotada para mantener reclusos peligrosos. No tardó en decidirse que ya no estaba dotada para mantener a ningún tipo de recluso. Dos años después se cerró para siempre.

Quince años después del motín, la prisión, que llevaba varios años abandonada, se convirtió en la localización de la película Celda 211 dirigida por Daniel Monzón y protagonizada por Luis Tosar y Alberto Ammann. Es una adaptación de la novela homónima de Francisco Pérez Gandul, cuyo argumento está inspirado en el citado motín, del mismo modo que la personalidad del protagonista, Malamadre, es un reflejo de la de Santiago Cobos. El rodaje duró nueve semanas y algunos de los extras fueron antiguos presos. Además de ser un éxito de crítica y taquilla, fue premiada con ocho Premios Goya. Merece la pena revisionarla para evocar todo el relato de este reportaje a través de muchas de sus estancias aparecidas en la película. Como curiosidad, está dedicada a uno de sus participantes: el bombero Luis Ángel Puente. Falleció muy cerca de allí meses después del rodaje al rescatar a tres jóvenes en río Duero.

Volvamos al último año en el que permaneció operativa la Cárcel de Zamora: 1995. El 1 de mayo tuvo lugar la última reyerta entre reclusos. Concretamente, entre los hermanos Isidro Francisco Javier Monge Benavides y Luis Marcos Gómez. Los tres sufrieron heridas de gravedad y tuvieron que ser ingresados en centros sanitarios de Zamora y Salamanca.

Un mes después, Santiago Cobos volvió a amotinarse en otro lugar, pero en esta ocasión las consecuencias fueron fatales. En esa época ya estaba en otra cárcel, pero fue trasladado al antiguo Palacio de Justicia de Prendes Pando en Gijón, con motivo de un juicio que había provocado para intentar fugarse junto con otro recluso llamado Juan Redondo. Tras pedir ir al baño, se abalanzó encima del policía Juan Andrés Arroyo y le arrebató la pistola. Acto seguido, se dio media vuelta y le disparó en la cabeza, provocando su muerte instantánea. Después hirió a otro agente en la pierna y tomaron como rehenes al resto de reclusos. Se rindieron después de que fueran heridos y su pistola quedara inutilizada. Años después volvería a intentar fugarse de cárceles de Madrid, Jaén y Barcelona. Actualmente está en libertad condicional.

En otoño de 1995 se clausuró definitivamente la cárcel de Zamora. Los 215 presos que seguían en ella se trasladaron a una enorme cárcel recién inaugurada en Topas, Salamanca. De forma intermitente, la Subdelegación del Gobierno contrató seguridad privada para vigilar el gran recinto abandonado, junto al que posteriormente se construyó un edificio de oficinas del Ministerio del Interior. En 2005 una treintena de jóvenes zamoranos trató de convertirlo en un centro de ocio e incluso presentaron un proyecto cultural a la Subdelegación, pero cayó en saco roto y fueron expulsados.

Hoy, 25 años después de su cierre, sigue siendo un lugar fascinante que atrae a historiadores, exploradores urbanos, aficionados a la parapsicología, grupos musicales para grabar videoclips, realizadores para rodar cortos y, desgraciadamente, vándalos que han deteriorado su estructura y mobiliario. Actualmente, Zamora es, junto con Huesca, la única provincia que no tiene un centro penitenciario, a excepción del pequeño Centro de Inserción Social ‘Manuel García Pelayo’ destinado al cumplimiento de penas privativas de libertad en régimen abierto. Todos los grupos políticos y sindicatos demandan la construcción de una nueva prisión que aporte beneficios económicos a la región. A excepción de los presos, todos echan de menos la cárcel de Zamora.

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